La isla de las últimas voces nos lleva a San Kilda, un lugar tan pequeño como peligrosa. Imagen tomada de www.casadellibro.com |
Destacaría, en primer lugar, la sensación permanente de peligro. Ya desde el comienzo nos adentramos en una situación de incertidumbre, la cual se prolonga a lo largo de los momentos y sucesos que acontecen en San Kilda. A esto contribuye un factor determinante: la climatología de la zona. Viento y lluvia se aliarán para traernos dosis de misterio durante muchas fases.
El emplazamiento es un acierto también. Nos encontramos en una zona insular prácticamente deshabitada y azotada ya no solo por las inclemencias del tiempo, sino también por las acciones de los personajes. Da la sensación de que estamos totalmente atrapados, con un margen de maniobra escaso para maniobrar y tratar de salir de la engorrosa situación. Ni siquiera la orografía ni, en general, el resto del medio físico laberíntico e imprevisible ayudarán.
Ahondando en los personajes, nos encontramos ante una referencia sobre la importancia de hacer equipo. Es una batalla del bien contra el mal en la que pocos se libran de ser sospechosos de nada. Asistiremos a actitudes fanatistas y codiciosas, al interés personal con tintes de todo tipo y a la sensación de que nadie es neutral en la batalla de intereses que se va a librar. Ojo a los momentos donde la inteligencia entra en juego; está todo calculado al milímetro.
A veces cuesta distinguir si estamos ante un sueño o ante la realidad. La narración juega de maravilla con este tipo de fantasía, la cual condicionará muchos de los hechos que aparecen en la obra. Esto creará una sensación de estar a veces en un plano surrealista y cuyo germen se haya en problemas pasados de los personajes cuyo tormento embriaga cada rincón.
En general, una obra muy dinámica, entretenida y de la que cuesta desengancharse. Hasta no saber qué contiene eso que aparece en la sinopsis no vais a querer dejar de leer.
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